La muerte de Nerón el perro guardián
Por: Jorge Barros
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Me siento triste y como abandonado en esta isla. Anoche un relámpago le abrió el estómago al cielo y desde entonces no para de llover; a ratos muy lentamente como una suave caricia, otras veces con rabia como ahora azota el balcón de la casa principal.
No tengo nada que hacer solo ver cómo cae la lluvia y se vuelve incesante e interminable, no para; quisiera quedarme quieto, tranquilo y disfrutarla, pero como siempre se inicia la batalla en mi mente, la sensibilidad del momento abre el espacio para que comiencen a galopar los recuerdos.
Hace muchos años vivía con mis padres en una pequeña parcela cerca de Arjona en el departamento del César.
Era una zona semidesértica y en los intensos veranos, los campesinos que se enorgullecían de lo agreste e inhóspita de la región decían que los árboles perseguían a los perros con la esperanza de que se los orinaran.
Hoy después de 50 años de estar buscando respuestas, todavía no encuentro una explicación lógica y razonable de cómo hacia mi padre para alimentar a su familia; éramos ocho hijos.
Los veranos eran intensos y cuando llovía pasaba lo de ahora, duraba días, semanas, meses lloviendo; todo era extremo. Y recuerdo con una claridad fotográfica al vecino apuntarle con una escopeta a Nerón, un perro criollo, feo y malhumorado que solo cumplía con su deber de ladrar por las noches y alejar a cualquier ladrón que merodeara por ahí, ladrón que solo existía en la mente de mi padre, pues en el
lugar no había nada que robar.
Escuché la detonación y sentí el olor a pólvora y luego vi como el estertor de la muerte se regaba por el pelaje del animal.
Mi hermano menor, que quizás era el único que lo quería, lloraba. Mi padre le explicaba que el perro tenía “mal de rabia” y el único camino era eliminarlo.
Insistía en explicarle que ese era un animal atravesado y malhumorado, que desde anoche se volvió juguetón y tierno, eso era un indicio concluyente de su enfermedad, la cual confirmó el vecino que, al entrar a la casa no fue agredido por el perro como otras veces, sino todo lo contrario lo saludo, lo lamió tiernamente, luego corrió por toda la parcela correteando gallinas y saludando los otros perros con una alegría desbordante.
Él sabía por alguna condición especial que Dios da a los animales, que comenzaría a llover muy pronto, como efectivamente sucedió dos días después. Ese cambio en su temperamento alarmó a mi padre y a los vecinos, quienes decidieron darle un plato con leche, por la errada creencia de que animal enfermo de rabia, no la tomaría.
Estaba tan alegre, tan entusiasmado, como si hubiera terminado de invernar que ignoro la leche y el vecino en su inmensa sabiduría lo sentenció: “tiene mal de rabia”, él mismo ejecutó la sentencia.
Hoy sentado en la casa frente al mar, viendo llover, sintiendo el galope de los recuerdos en mi mente y la sensibilidad a flor de piel, pienso en Nerón; el día que sintió la felicidad de vivir lo mataron.
Pienso en el vecino lo veo después de tantos años apuntarle con la escopeta al perro y siento el mismo miedo de aquel entonces, solo que hoy temo de que esté por ahí viendo la tormenta emocional que me produce la lluvia, me sentencie y el mismo la ejecute.
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