Una Larga Noche Capitulo I

Por: Jorge Barros Rodriguez

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La góndola con los esclavos se acercaba a la orilla; todos vestían de blanco como devotos cristianos cuando van al mar a recibir el bautizo. Iban en silencio, solo se escuchaba el ruido de las olas al estrellarse contra los arrecifes. Roberto Blanco, nombre con el cual lo bautizó su amo español, se levantó y dejó ver sus casi dos metros de estatura, su fortaleza física y sus piernas hinchadas como patas de elefantes.

Ya no recordaba el nombre que tenía en África, el día en que unos ingleses lo atraparon y lo trajeron a estas tierras en el fondo de un barco negrero, para la época debía tener unos trece años. Hoy tenía un poco más de cincuenta y aceptaba sin protestas su suerte.

Había adquirido la enfermedad “patas de elefante” que era el nombre con que se conocía a la lepra en la Cartagena medieval. Por eso sin resistencia, colocaron sobre su cuello el artefacto explosivo y unos tacos de pólvora adicionales en su espalda. Cuando el amo le exigió, bajó de la góndola y espero; el español ordenó retirarse unos metros, entonces explotó y la explosión le destruyó el rostro y la espalda.

La góndola con los otros esclavos y el amo regresó a Cartagena.

Esa metodología de muerte se convirtió en una rutina para los dueños de esclavos que, ante la impotencia de no encontrar una cura para la lepra, se deshacían de los enfermos, de una manera eficiente y rápida, que a su juicio consideraban más humana.

Desde entonces esa isla tomó el nombre de: “TIERRA BOMBA”.

Y ahí estaba yo en Tierra bomba, casi 400 años después. El calor asfixiante del día cargado de una humedad espesa y abrumadora cedió dejando espacio a una brisa fría que venía del norte; era brisa de verano, constante, permanente, no paraba y rugía como un animal salvaje al colarse por las ventanas. Luego aumento la velocidad y comenzó a deslizarse por las paredes de matamba, produciendo un aullido largo y triste, que asustaba, erizaba la piel.

En estas islas, cuando cae la noche, no solo se mueven los murciélagos, también se mueven seres del más allá, que extraviaron sus caminos y buscan materializarse, tomar nuevamente forma humana, para poder disfrutar de las adicciones que no los dejan seguir su rumbo y que los sostienen en el mundo terrenal donde ya no deberían estar.

Roberto Blanco que en vida nunca se reveló contra los ingleses que lo capturaron en su África natal, ni contra los españoles que lo esclavizaron, ahora en espíritu logro adueñarse del sitio y controlaba el lugar: un Ecohotel de 10 habitaciones y una playa preciosa en frente, con una vista panorámica de Cartagena.

Se sentía su presencia en las habitaciones, en la piscina, las instalaciones del hotel, entre los árboles de mango y las palmeras, un frío helado se experimentaba cuando uno atravesaba su espíritu milenario que emanaba un olor penetrante, nauseabundo, cuando hacíamos algo que le molestaba. 

Los perros que perciben asombrosamente estas situaciones paranormales, se les erizaba el pelaje cuando sentían su presencia y se arrastraban sobre sus patas delanteras en posición de sumisión.

Llegue al lugar a recibir la isla, previo a ello había notariado un contrato de arriendo por tres años. Una vez hecho los inventarios y después de haber cenado, nos dirigimos a la habitación que habíamos seleccionado.

Era tan amplia como una cancha de tenis. En el centro había una cama desproporcionada, 2,50 metros por 2,50 metros; en eso entró la administradora, y me dijo suavemente al oído, de tal forma que mi pareja no pudiera escucharla: “A ese Roberto lo vuelven loco las chicas morenas, está más alborotado que nunca, qué pena con su señora”. 

La administradora era una mujer madura de unos 52 años, todavía tenía rastros de su belleza anterior, cuando era porrista del equipo de fútbol atlético Nacional en la ciudad de Medellín, junto a Gabriela su gran amiga.

Terminado el fútbol, se marchaban rápidamente del estadio y se iban de rumba, ya que les encantaba el baile y tenían la elasticidad para hacerlo. Una noche, en medio de una balacera en la discoteca, Gabriela se le murió en los brazos; recibió un impacto de bala en la frente y vio como en medio de la sangre la vida de su amiga se esfumó. 

Nunca logro recuperarse, termino refugiándose en esta isla donde fungía como administradora.

La conocí cuando tome la isla en arriendo y la contraté para que siguiera ejerciendo las mismas funciones.

Siempre tenía en su habitación una bala de oxígeno y una horqueta, pues aspiraba a casarse con un hombre viejo que estuviera en deterioro total de salud y ella podría ayudarlo con oxígeno para que viviera un poco más y la horqueta para ayudarle a cumplir sus responsabilidades sexuales.

De esa manera heredaría sin tanto esfuerzo y el viejo tendría una muerte feliz.

También se jactaba de tener en su recámara un consolador de cuatro velocidades que le permitía programar la duración de sus orgasmos, de acuerdo con el tiempo que tuviese disponible.

Me sorprendió que conociera a Roberto, la entidad que se había apoderado de la isla. Contaba que algunos huéspedes lo habían visto en horas de la noche caminar por los jardines y pensaban que él era el celador del hotel; cuando una mujer hermosa se hospedaba Roberto se acostaba al lado de ella y se podía apreciar cómo se hundía el colchón de ese lado, y el frio helado que siempre lo acompañaba se confundía con el frio del aire acondicionado.

Preocupado por sus comentarios decidí irme temprano a la cama, observé por la ventana como los perros se arrastraban asustados en posición de sumisión en la terraza que daba a los jardines.

Mi pareja ignorando todo, se había colocado un baby doll rojo que dejaba ver su piel canela, sus rizos dorados y una sensualidad que inundó la habitación; si Roberto no la vio durante el día en la playa, ahora la está viendo, pensé.

Miré el reloj, eran las 9 pm cuando sentí ese frio penetrante y perturbador traspasar el cristal de la ventana; nos esperaba una larga noche…

 

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